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Sin pulsera no hay paraíso

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Sin pulsera no hay paraíso

Sin pulsera no hay paraíso

En México el paraíso sí existe… pero tiene pulsera dorada, zona VIP y precio en dólares, bienvenidos a descubrir el sistema de castas en traje de baño.

Un viajero distraído pensaría que las playas mexicanas son un paraíso “todo incluido” para cualquiera. Las postales del Caribe o del Pacífico mexicano invitan a creer que el turismo de playa está al alcance de todos los bolsillos. Sin embargo, apenas pisamos el vestíbulo de un centro vacacional comienza la tragicomedia de la estratificación social bajo el sol tropical. En la fila principal de registro vemos familias enteras sudando la gota gorda mientras aguardan su turno; a unos metros, detrás de un cordón dorado, unos cuantos elegidos hacen check-in privado, con cóctel de bienvenida en mano y sin esperar un minuto. La escena recuerda a una versión playera de la sociedad de castas: en el mismo recinto “conviven” varias clases, que se tocan pero no se mezclan, parafraseando el dicho popular. El resultado es un retrato irónico de México: las mismas jerarquías sociales del país reproducidas en traje de baño.

Pulseras de colores: castas en el paraíso

En el modelo “todo incluido” la igualdad dura lo que tardan en colocarte la pulsera identificadora. El color de tu pulsera es tu nuevo estrato social vacacional. Con esa sencilla banda plástica en la muñeca, el lugar comunica silenciosamente qué áreas, bebidas y comidas “incluidas” realmente tienes incluidas. Por ejemplo, es común que un visitante con pulsera estándar descubra que ciertos restaurantes o piscinas son territorio vedado para él, reservados solo a quienes ostentan la pulsera del color “premium”. Estas pulseras de colores operan como un sistema de castas tropical: identifican qué servicios tienes habilitados y cuáles no. No es broma: hay testimonios de turistas que denuncian que las pulseras de cierto color implican discriminación en restaurantes y bares, donde el personal prácticamente filtra a los comensales por nivel de pulsera antes de asignar mesa. El “todo incluido” viene con asteriscos y pantone social; la promesa de barra libre y bufé ilimitado se matiza con zonas VIP, menús “exclusivos” y etiquetas ocultas.

Check-in VIP y muros invisibles

La segmentación de clases no se detiene en la recepción; de hecho, empieza allí mismo. Muchos complejos han institucionalizado el check-in diferenciado: los clientes “élite” pasan a un lounge privado con aire acondicionado y canapés, mientras el resto hace fila en el vestíbulo común. Este detalle marca el tono de toda la estancia. Hay lugares que literalmente tienen dos recepciones: una para la plebe turística y otra para la nobleza de la tarjeta platino. Quien paga la categoría elevada accede a check-in privado, playa y piscina exclusivas, y hasta menú gourmet separado. Es el sueño aspiracional de cualquier clase media: subir de nivel aunque sea durante las vacaciones. Pero también es la confirmación de que hasta en la arena hay “niveles”. Los muros que separan áreas VIP de áreas estándar son muchas veces invisibles –a veces solo un letrero discreto o un guardia cordial que pide “su habitación, por favor”–, pero su mensaje es claro: “si no pagaste el upgrade, hasta aquí llegaste”. En esta comedia de playa, las amenidades cinco estrellas conviven con experiencias de tercera clase, cada quien en su apartado. No por nada la industria presume que ha evolucionado ofreciendo “servicios de lujo e incorporando áreas prémium” en sus complejos masivos. La evolución, al parecer, consiste en recrear dentro del centro vacacional las mismas brechas de confort que existen fuera de él.

Turistas de primera y turistas de segunda

En el teatro turístico mexicano, el reparto estelar suele llevárselo el visitante extranjero. El turista internacional es, con frecuencia, el cliente privilegiado, mientras el turista nacional a veces es tratado como de segunda categoría. Esta diferencia de trato va desde lo sutil –sonrisas forzadas y menos paciencia con huéspedes nacionales– hasta lo descarado. Hay anécdotas y quejas por montones: desde personal que aplica malinchismo (prefiriendo abiertamente al extranjero) hasta políticas no escritas que excluyen a mexicanos de ciertas membresías “exclusivas” en clubes vacacionales. Un estudio reveló que 7 de cada 10 turistas mexicanos han sentido discriminación en destinos de playa, principalmente en restaurantes y bares (32% de los casos) y en los mismos centros de hospedaje (29%). Las quejas frecuentes apuntan a que “atienden primero al güero”, o que al mexicano le exigen más comprobantes y depósitos que al extranjero confiable. No es imaginación: el modelo de playa fue concebido originalmente para atraer divisas foráneas, con incentivos y tratos preferenciales al turista extranjero –exención de ciertos impuestos, descuentos especiales, acceso a sitios exclusivos– que un mexicano difícilmente verá. Paradójicamente, casi la mitad de los turistas que se alojan en destinos de playa hoy son mexicanos, pero eso no elimina la brecha, solo significa que la élite local aprende a jugar al turista “gringo”. Mientras tanto, los locales de verdad atienden la fiesta y rara vez la disfrutan: fuera de los centros de recreo hay pobreza, a veces cada vez más. En las playas turísticas, las clases sociales viven lado a lado, pero sin mezclarse, separadas por una delgada línea que a veces es literal (el límite de la propiedad privada) y otras veces intangible (el idioma, la propina, la tarjeta de crédito).

“Turismo para todos”: del dicho al hecho

El contraste entre el discurso de turismo igualitario y la realidad es, cuando menos, irónico. Desde hace décadas, las políticas públicas pregonan el “turismo social” como meta. Incluso la Ley General de Turismo de México ordena impulsar mecanismos para que cualquier persona pueda viajar con fines recreativos en condiciones adecuadas de economía, seguridad y comodidad. En papel suena inspirador. En la práctica, esas buenas intenciones se han quedado cortas. En los años setenta, por ejemplo, se crearon centros vacacionales del IMSS como Oaxtepec, concebidos para que los trabajadores pudieran vacacionar a bajo costo. Si bien aún operan (y son dignos balnearios populares), su existencia es anecdótica frente a la enorme población que nunca ha pisado una playa en plan vacacional. Más recientemente, en 2016 se lanzó con bombo y platillo el programa “Viajemos Todos por México”: el entonces presidente Enrique Peña Nieto, rodeado de niños en trajes típicos, prometió facilitar a las personas con menos recursos viajar y conocer los destinos del país. La estrategia se basaba en llenar asientos de avión y habitaciones vacías en temporada baja con familias de escasos recursos a precios reducidos. La idea era ingeniosa en teoría: aprovechar la capacidad ociosa para democratizar el paraíso. ¿El resultado? Un par de años de promociones aquí y allá, sin cambios estructurales. Al cambiar el sexenio, la iniciativa prácticamente desapareció del radar, dejando la sensación de que fue más eslogan que solución.

En el presente sexenio, el gobierno ha hablado de “turismo para el bienestar” enfocado en megaproyectos con la promesa de llevar desarrollo turístico a regiones rezagadas. Sin embargo, expertos advierten que la economía turística tiene una trampa: sus beneficios suelen concentrarse en pocas manos. La duda persiste sobre si proyectos así realmente derramarán prosperidad o si repetirán el modelo de enclaves de primer mundo rodeados de colonias sin servicios. Hasta ahora, no ha habido un programa nacional efectivo que lleve contingentes de obreros o campesinos a las playas en plan vacacional. Algunas iniciativas locales, como “Sonrisas por tu Ciudad” en la Ciudad de México, acercan a grupos vulnerables a recorridos turísticos gratuitos –pero dentro de la misma ciudad, algo muy lejano de un viaje al mar. La brecha económica sigue siendo el mayor filtro: el turismo de playa sigue siendo un lujo para la mayoría de mexicanos. Según datos de encuestas nacionales, entre 2006 y 2019 creció del 55% al 62% la proporción de mexicanos que nunca salen de vacaciones, ni siquiera una vez al año. Más de la mitad de la población no goza ni de un fin de semana fuera, mientras una minoría viaja varias veces al año. Esta realidad cruda confirma que la idea de “turismo para todos” es más eslogan que verdad en nuestro país.

El costo de la exclusión con vista al mar

Detrás de la ilusión igualitaria del sol y la playa, está el factor ineludible del dinero. Vacacionar en el modelo mexicano puede equivaler al salario de semanas o meses para un trabajador promedio. Por ejemplo, el precio promedio por noche en una playa turística ronda los 5,000 pesos, mientras que el salario mínimo diario en 2023 era de apenas 207 pesos (248.93 pesos en 2024, unos $7,468 al mes). Haciendo cuentas alegres: una sola noche “todo incluido” equivale a casi 24 días de trabajo al salario mínimo, y una típica estancia de 5 noches supera el ingreso de cuatro meses. Así, aunque la publicidad nos diga que hay paquetes y facilidades de pago, la matemática es implacable. Las ofertas last minute y los meses sin intereses podrán acercar a algunos segmentos medios, pero para la mayoría, una vacación de playa sigue siendo tan remota como una luna de miel en Europa. Hablar de turismo igualitario en un país con desigualdad profunda es casi sarcasmo: ¿cómo llamar turismo “social” a una actividad que económicamente excluye a las clases populares? Al final, el acceso a la recreación turística termina siendo un espejo más de la estratificación social: unos viajan, otros miran desde lejos.

Epílogo: Sol, sombra y realidad

El turismo de playa en México se nos presenta como una especie de tragicomedia nacional. Por un lado, es la comedia de la mercadotecnia: todos felices bajo el sol, con brazalete de mojito ilimitado, viviendo el sueño tropical que “cualquiera” podría disfrutar. Por otro lado, es la tragedia silenciosa de la reproducción de la desigualdad: en el mismo complejo conviven el opulento y el aspirante, el nacional y el extranjero, el que sirve y el que es servido, cada uno consciente (o no) de su lugar asignado. Las jerarquías sociales del país se reflejan fielmente en la alberca infinita: mientras unos descansan en el área VIP, otros –los de la pulsera corriente o los que ni siquiera están de vacaciones– quedan al margen de ese edén prometido. Criticar esta ilusión no es enemistarse con el turismo, sino exponer su contradicción: se promueve como si fuera un derecho accesible, pero se practica como un privilegio estratificado.

Al final del día, cuando el sol se pone sobre las costas mexicanas, queda claro que no todos lo ven desde la misma posición en la terraza. El todo incluido resultó no incluir la igualdad. Y así, entre margaritas y mariachis, el turismo de playa nos devuelve una imagen nítida de nuestro país: un paraíso para pocos, una aspiración para muchos, y un reflejo de nuestras propias distancias sociales.

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