Acapulco: crónica sentimental de un país en chanclas
Acapulco no es solo un puerto. Es una herida luminosa en la memoria colectiva de México. Una mezcla de bolero mal cantado, ceviche con Coca-Cola caliente y olor a Coppertone con salitre. Para mí, como para tantos otros, Acapulco fue infancia, promesa y revelación. El primer lugar donde supe que el mar no era una postal, sino un cuerpo inmenso y vivo que hablaba en olas, en sol, en bronceador y en ritmos tropicales que llegaban de una bocina oxidada colgada de una palapa.
Mis abuelos venían cuando Acapulco todavía olía a Hollywood, a Ava Gardner paseando por Caleta, a Liz Taylor pidiendo margaritas dobles, a clavadistas heroicos lanzándose de La Quebrada como si la vida no valiera nada. Mis papás vinieron cuando ya era el Acapulco setentero: el de las noches con José José en el Tropicana, el del tráfico que olía a escape y camarón empanizado, el del amor adolescente que comenzaba con una michelada y terminaba con una serenata de gaviotas.

Yo heredé ese Acapulco en decadencia gloriosa, ese que resiste como resisten los tíos necios en la sobremesa: entre risas, sudor, y el deseo de no irse nunca. El de las vacaciones en Semana Santa donde el coche se calentaba antes de llegar a Chilpancingo. El del niño que se asombraba de ver el mar por primera vez y pensaba que Dios vivía en un hotel sobre la Costera. El del primer amor bajo una palmera, el del segundo amor en la disco y el del corazón roto en la terminal de autobuses.
Acapulco, hay que decirlo, es también la radiografía moral de México: glorioso y caótico, hermoso y violento, lleno de promesas que nadie cumple pero todos repiten. El puerto es la tragicomedia nacional en calzones de baño: mientras unos se broncean, otros luchan por sobrevivir. Mientras los ricos toman yates, los demás venden cocos. Acapulco fue el destino de los aspiracionales antes de que existiera la palabra “aspiracional”. Era nuestro Mónaco, nuestro Miami, nuestro todo-incluido de sueños baratos.
Sí, luego vino la oscuridad. La violencia se instaló con casa propia. Los huracanes arrasaron lo que la corrupción ya había dejado temblando. Los hoteles se llenaron de telarañas, y los turistas huyeron como si la nostalgia doliera. Pero los que venimos desde niños sabemos que Acapulco no se deja. Que, aunque esté herido, jodido, empobrecido y golpeado, algo en él nos sigue llamando. Porque la bahía, aunque esté rota, sigue siendo la misma. Porque el mar, por más balas que escuche, sigue hablando con su mismo murmullo.
Y uno regresa. Como se regresa a la casa vieja de los abuelos aunque esté descuidada. Uno regresa con el anhelo de encontrar lo que ya no existe, pero también con la certeza de que algo —aunque sea pequeño— todavía sobrevive: un atardecer en Pie de la Cuesta, una cumbia en la radio, el sabor de un pescado a la talla con limón recién exprimido.
Acapulco no está muerto. Está, como todo lo profundamente mexicano, en ese limbo entre la tragedia y la fiesta. Como Pedro Infante llorando borracho pero con traje de charro impecable. Como una boda que termina en divorcio pero empieza con mariachi. Como el país: descompuesto, hermoso, contradictorio, pero neciamente vivo.

Y yo, que crecí entre sus playas, que tengo sal en la memoria y arena en los recuerdos, solo puedo decir: Acapulco, te amo. Aunque duelas. Aunque ya no seas el de antes. Porque tú, puerto nuestro, sigues siendo el espejo salado de quienes fuimos y aún no terminamos de ser.
