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Los pueblos mágicos y su ilusión nacional

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Los pueblos mágicos y su ilusión nacional

Los pueblos mágicos y su ilusión nacional

Bienvenidos al espectáculo mágico

Corría el año 2001 cuando algún genio de la burocracia turística descubrió que la fórmula para salvar los pueblos olvidados de México era sencilla: declararlos “mágicos”. Desde entonces, nuestros pueblitos han sufrido una transformación milagrosa, digna de infomercial de madrugada. De ser simples localidades con carencias crónicas, ahora se han vuelto el escenario perfecto para turistas que confunden lo auténtico con lo pintoresco, y lo típico con lo artificial.

Así comienza nuestra tragicomedia nacional: una historia llena de magia y desilusión, comedia y drama, políticos y turistas, gentrificación y selfies con filtro.

Acto primero: El conjuro sexenal

Una de las razones fundacionales del programa fue, según los evangelios turísticos, incentivar el turismo interno. Es decir, hacer que los mexicanos dejaran Cancún, Las Vegas o Disney y, en su lugar, visitaran pueblos con más historia que toboganes, más tamales que hamburguesas. Una intención noble, si no fuera porque, con el tiempo, también se usó para seducir a turistas internacionales deseosos de “descubrir el México profundo”… sin ensuciarse los zapatos.

Así, los Pueblos Mágicos se convirtieron en el escaparate perfecto: bellos, ordenaditos y con folclore certificado por la Secretaría de Turismo.

Cada sexenio tiene su truco estrella. Fox repartía magia con mesura; Calderón multiplicó los milagros turísticos para distraer del desastre nacional; Peña Nieto elevó la magia a una escala industrial (¡hasta exportable!) y AMLO, con su austeridad mágica, retiró presupuestos pero regaló títulos por docenas.

En resumen, la magia de estos pueblos no reside en su esencia, sino en la astuta maniobra sexenal que les da o les quita brillo según las necesidades del espectáculo político de turno. Son pueblos cuyos destinos dependen más del calendario electoral que de la historia o la cultura.

En esta tragicomedia, cada sexenio es un director nuevo que llega a cambiarle el guion a la obra… sin avisarle a los actores.

Acto segundo: México Mágico S.A. de C.V.

¿Y qué pasa cuando la magia es buena para el turismo… pero mejor para el negocio? Bienvenidos a la fábrica nacional de milagros turísticos, donde los pueblos entran por la puerta de atrás con promesas de progreso y salen convertidos en postales vivientes, listas para el consumo exprés.

Aquí se vende lo pintoresco por kilo, lo típico por metro cuadrado y la tradición en cómodos pagos quincenales. Las agencias de viajes lo llaman promoción cultural. Nosotros le decimos “comercialización sentimental con efectos secundarios no incluidos en el tríptico”.

Porque en México, si algo funciona tantito, hay que embotellarlo, etiquetarlo, ponerle logotipo y distribuirlo masivamente. Y si no funciona, pues también. Total, la magia está en los ojos del turista (y en el presupuesto del municipio).

Acto tercero: Fachadas mágicas y brochazos de simulación

Y hablando de fachadas, ¿quién necesita resolver la pobreza cuando puedes pintarla de colores alegres? Gracias al patrocinio no oficial de Comex, los pueblos mágicos lucen fachadas tan brillantes que podrían usarse como filtros de Instagram: rosa mexicano, amarillo mango, azul cobalto… colores tan vivos que casi logran ocultar los recibos vencidos detrás de las puertas.

Porque en México, si algo se ve bonito, entonces no está tan mal, ¿verdad? Aquí, la pintura no solo decora: encubre, disimula, convierte el olvido en postal y la carencia en folclor. Una brocha gorda bien aplicada es, a veces, más poderosa que un programa social.

En el centro histórico aparece mágicamente un Starbucks disfrazado de casita colonial, y la casa de Don Pedro es remodelada en un Airbnb chic, desplazando a Don Pedro mismo a la periferia del Pueblo Mágico. Lo auténtico queda convertido en simple decoración para selfies de Instagram.

Y sí, hay Wi-Fi en cada esquina… pero ya nadie conoce al vecino.

Acto cuarto: El ilusionismo gentrificador

Y si la tragicomedia necesitaba un acto de ilusionismo, aquí lo tiene: la gentrificación no solo sube las rentas, también cambia el elenco. Poco a poco, sin necesidad de decreto ni piquete de ombligo, el reparto original de piel morena, chancla firme y tamal en mano es sustituido por güeros con billetes, sonrisas de catálogo y acento de catálogo más caro.

Llegan a montar galerías conceptuales donde antes había talleres de herrería, y a organizar retiros espirituales donde antes se jugaba dominó. El único ritual que conservan es el del brunch.

Ahora el pueblo presume de diversidad internacional, claro, aunque todos los nuevos vecinos se parezcan entre sí como vasos de licuado verde. Se venden propiedades “con historia” a precios “de infarto”, y lo único verdaderamente local que queda es el señor que aún barre la banqueta… aunque ya lo saludan con un “bonjour”.

Los jóvenes locales trabajan como meseros bilingües sirviendo tacos orgánicos a turistas que creen estar descubriendo México por primera vez. Doña Lupita, que vendía flores en la plaza, ahora pide limosna junto a las letras gigantes que dicen “Bienvenidos al Pueblo Mágico”. Magia pura, de esa que desaparece a la gente sin dejar rastro ni nota de despedida.

Acto quinto: La magia oscura detrás del escenario

Pero no todo es colorido y alegría en esta tragicomedia. Mientras los turistas posan frente a murales pintorescos, el crimen organizado encuentra en estos pueblos una fuente inagotable de clientes, ofreciendo drogas “artesanales” y otros “servicios turísticos” clandestinos.

La seguridad pública, convertida en mera escenografía, hace que los policías sonrían más a las cámaras de turistas que a los propios habitantes. Y bajo el brillo turístico se esconden redes de prostitución, explotación laboral y desplazamiento cultural que nadie quiere mencionar en los discursos oficiales, no sea que se arruine la narrativa mágica para el Tianguis Turístico.

Acto sexto: Turistas y autoridades, los protagonistas involuntarios

Nuestros queridos turistas, esos actores involuntarios que pagan precios exorbitantes por experiencias fabricadas, vuelven a casa felices por haber visto “el verdadero México” en apenas dos días (y con la panza llena de tacos gourmet).

Por otro lado, los funcionarios estatales y federales celebran cada nuevo nombramiento de Pueblo Mágico como si fuera un logro histórico, brindando con discursos vacíos y cifras mágicas, ignorando que, detrás de cada sonrisa turística, hay un habitante desplazado, una tradición olvidada, un conflicto silenciado y un Excel lleno de inconsistencias.

Aquí todos ganan… menos los de siempre.

Epílogo: Cuando la magia se rompe

Al final del día, cuando los turistas se marchan y las luces se apagan, la realidad emerge implacable. Los pueblos quedan vacíos, más solitarios que antes, con calles limpias pero corazones rotos, casas decoradas pero sin alma, y habitantes convertidos en actores de un teatro permanente.

La magia desaparece con el último visitante, dejando atrás una comunidad que apenas se reconoce a sí misma.

Y así termina esta tragicomedia turística, con una reflexión amarga y necesaria: quizás la verdadera magia no estaba en la llegada de turistas ni en los títulos oficiales, sino en aquella vida auténtica que, poco a poco, fue desplazada por la ilusión nacional del progreso turístico.

Una ilusión demasiado cara, demasiado falsa, demasiado mágica.

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