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La tragicomedia del turista de insta: cinco actos y un epílogo

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“¡Ándale, pues!”, se dice el viajero mientras ajusta la gorra de “I 💖 BCN” y saca el gran angular para que la basílica de la sagrada Familia quepa perfecto en su story. Dicen que viajar abre horizontes, pero aquí estamos, al borde del precipicio del cliché, fotografiando hasta la última grieta existencial con filtro “Valencia”. Y es que quizá el viajero contemporáneo ya no busca entender el mundo, sino simplemente coleccionar paisajes para presumir su hastío globalizado. Pasen y vean esta tragicomedia del turismo moderno: cinco actos que muestran cómo la humanidad ha convertido el viaje, antaño glorioso ritual de descubrimiento, en un performance de consumo superficial y evasión desesperada.

Acto I: el turismo como consumo superficial

Antes, viajar era navegar con estrellas y mapas desgastados. Hoy se navega con hashtags y GPS a prueba de idiotas. La experiencia auténtica queda reemplazada por experiencias enlatadas: “Tour exprés, check; foto con delfines, check; plato gourmet irreconocible pero fotogénico, doble check”. Ya nadie busca conocer; buscan aparentar que conocieron. Como modernos náufragos digitales, no se aferran a la balsa para sobrevivir, sino al selfie stick para aparentar que flotan.
¿Dónde quedó la vieja pasión por perderse genuinamente, por dejar atrás la rutina y sumergirse en la otredad del mundo? Ahora, los destinos son víctimas de cazadores armados con pantallas táctiles que, al igual que los conquistadores antiguos, reclaman la tierra solo por haber puesto su bandera virtual. Es el triunfo absoluto del consumo visual sobre la contemplación auténtica, una cultura superficial que cree que la vida es un menú que se escoge deslizando el dedo hacia arriba.

Acto II: impacto negativo en los destinos

Llegan en manada como peregrinos a tierra prometida; gritan “¡Selfie!” frente al monumento y lo dejan cubierto de basura y hastío local. La masa turista invade ciudades, playas, mercados, desgastando más que sus calles y monumentos, su esencia cultural. Y así, lo que era un barrio auténtico se vuelve un parque temático, una versión de Disneylandia en Tulum o la Roma con tamales veganos a 80 pesos pieza.
Los locales ya no pueden vivir en sus barrios, desplazados por Airbnb y cafés de especialidad. El turismo se vuelve una fuerza gentrificadora que impone un yugo económico disfrazado de alegría multicultural. Y mientras los turistas regresan a casa con souvenirs fabricados en China, el alma del destino queda convertida en una postal arrugada que nadie compra. Al final, no sólo contaminamos mares y selvas: hemos logrado contaminar también la autenticidad misma.

Acto III: la ilusión de la autenticidad

El turista moderno quiere lo auténtico, siempre y cuando venga claramente etiquetado y con wifi gratis. Desea la aventura, pero sin riesgos ni incomodidades. Busca el mercado típico, siempre y cuando haya sanitarios impolutos y se pueda pagar con American Express. El viaje ideal es aquel donde la realidad está cuidadosamente fabricada para satisfacer expectativas globalizadas.
Así, la autenticidad turística es una especie de realidad aumentada: un espejismo en el desierto de la globalización. El turista consume una versión ficticia de la cultura, aplaudiendo bailes “típicos” que nadie baila, comiendo platillos “tradicionales” que nadie cocina en casa, y adquiriendo artesanías que no significan nada para el vendedor que las ofrece. La tragedia: regresar a casa creyendo haber conocido el mundo, cuando en realidad solo conociste una puesta en escena con guión de tour operador.

Acto IV: el viaje como forma de evasión

“¡Necesito vacaciones!”, grita el oficinista en plena crisis existencial. Se sube al avión creyendo escapar de sí mismo, pero la evasión es un espejismo pasajero. Los problemas, los miedos, las decepciones viajan junto al cepillo dental en la mochila. La angustia no paga exceso de equipaje; vuela gratis y aterriza intacta en destino.
Al borde de la alberca infinita, el viajero moderno contempla el atardecer preguntándose por qué no siente felicidad. Porque la evasión, como droga pasajera, jamás resuelve la raíz del vacío. Viajar no es terapia, es sólo movimiento. La verdadera solución nunca fue empacar la maleta, sino desempacar el alma.

Acto V: la paradoja del viajero moderno

En tiempos donde volar al otro lado del mundo es más barato que ir al dentista, el viaje ha perdido su significado especial. Cuando todo es posible, nada sorprende; cuando todos van, nadie descubre. El viajero moderno es víctima de la paradoja del exceso: acumula destinos como estampas sin detenerse a comprender ninguno. Ha conquistado el globo, pero ha perdido la capacidad de asombro.
La paradoja es triste y cómica a la vez: la accesibilidad del viaje ha trivializado la esencia misma de viajar. Cuando todos los caminos están abiertos, el viajero queda paralizado por el exceso de opciones, repitiendo los mismos destinos, los mismos rituales vacíos, esperando una revelación que jamás llega.

Epílogo contundente

Y así, con la tarjeta de crédito al límite, un jet lag brutal y la cámara llena pero la memoria vacía, el viajero regresa a casa. Ahí lo espera su gato indiferente, el tráfico inamovible y el jefe aún más insoportable. En ese regreso se revela la más dura lección: el viaje nunca se trató de los destinos visitados, sino de la conciencia con que se recorren.
Quizá viajar valga la pena sólo si lo hacemos con los ojos abiertos y el corazón dispuesto, no para evadirnos de quienes somos, sino para confrontar precisamente esa verdad. Porque el turismo auténtico —aquel que transforma vidas— requiere menos selfies y más silencios, menos stories y más historias, menos consumo y más contemplación. Al final, el viaje más profundo no está en la distancia recorrida, sino en el alma que regresa transformada.
Y así, con una risa amarga, entendemos al fin que quizá el verdadero arte del viaje no es descubrir lugares nuevos, sino redescubrirnos a nosotros mismos. Que la próxima vez que empaquemos la maleta no olvidemos llevar, antes que el cargador del celular, una genuina dosis de humildad y de asombro verdadero. Porque después de todo, viajar debería ser mucho más que desplazarse de un lugar a otro; debería ser la más poderosa forma de volvernos humanos.

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