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Tragicomedia turística: “El circo del paraíso perdido”

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Tragicomedia turística: “El circo del paraíso perdido”

Tragicomedia turística: “El circo del paraíso perdido”

México, ese paraíso con sol eterno, arenas blancas y folletos brillantes que prometen felicidad embotellada, tiene una carpa oculta. Bienvenidos al “Circo del Paraíso Perdido”, donde, bajo las luces neón y al ritmo de mariachis desafinados, el turismo sexual infantil es la función estelar. México, con amarga ironía, ocupa el segundo lugar mundial en este vergonzoso espectáculo, solo superado por Tailandia.

Acto I: El abuelo infame del turismo sexual

En un hotel lujoso de Cancún, bajo sombrillas multicolores, se sienta Don Augusto, “el abuelo del turismo sexual”. Sonríe con dientes blanqueados artificialmente mientras narra sus recuerdos a turistas novatos.

—Cuando llegué, esto era inocente como un convento en domingo —suspira nostálgico—. Ahora, los conventos son discotecas y las monjas… bueno, mejor ni les digo.

Ríen incómodamente los turistas, mientras las cifras revolotean: entre 16,000 y 20,000 menores explotados en México al año. Don Augusto pide otra margarita para olvidar.

Acto II: Menú turístico de doble moral

Un restaurante en Puerto Vallarta anuncia: “Menú turístico auténticamente mexicano”. El camarero, con sonrisa congelada y acento impostado, ofrece:

—Hoy les servimos hipocresía en mole poblano, indiferencia al chile habanero y, de postre, el “bocado turístico”: inocencias subastadas al mejor postor.

Los comensales se ríen incómodos y brindan rápidamente, tratando de tragar la amarga verdad que nadie quiere saborear.

Acto III: Luces y sombras en Acapulco

Playas descoloridas de Acapulco reciben turistas con gafas oscuras y moral en oferta. Jóvenes susurran ofertas prohibidas, mientras autoridades posan para selfies oficiales bajo carteles de “Destino Seguro”.

—Masaje especial, amigo —ofrece un adolescente, mientras la impunidad sonríe tranquila, sabiendo que, de cada mil casos, apenas uno termina en sentencia.

La banda toca desafinada, simbolizando perfectamente la melodía caótica del turismo sexual.

Acto IV: Neón y miseria en Tijuana

Las luces de neón de Tijuana brillan sobre un escenario de tragedia disfrazada de fiesta. El maestro de ceremonias, con traje desgastado, proclama:

—Pasen y vean la frontera más permisiva del mundo, donde, con un puñado de dólares o euros, la dignidad tiene precio de liquidación.

Adolescentes maquilladas, disfrazadas de adultos, sonríen obligadas. El público aplaude sin notar las lágrimas detrás del maquillaje.

Epílogo editorial:

El telón cae lentamente y el maestro de ceremonias, ahora serio y despojado de cinismo, se dirige al público:

—Esta función sigue porque ustedes compran boletos, porque el sistema mira hacia otro lado y porque la indiferencia es cómoda. Quizá, cuando la conciencia deje de ser turista accidental y se convierta en residente permanente, cerraremos esta carpa vergonzosa y abriremos una nueva, donde los niños recuperen su infancia robada.

Una sola luz tenue ilumina una silla vacía, recordatorio silencioso de miles de inocencias perdidas. El público abandona en silencio: más incómodo, menos indiferente.

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