Turismo y discapacidad
La tragicomedia hotelera mexicana
Donde una rampa mal hecha vale más que un manual de accesibilidad
En la hotelería mexicana, la palabra “accesible” suele pronunciarse con la misma ligereza con la que se dice “todo incluido”.
Sí, todo está “incluido”, menos la posibilidad real de acceder.
Porque en el teatro del turismo nacional, la accesibilidad no es un derecho: es una decoración.
Escenario 1: La rampa simbólica
En el país donde se inventó el “ahí se va”, la accesibilidad comenzó como un gesto de buena voluntad.
Una rampa aquí, una barrita allá, una habitación que supuestamente cumple “con la norma”.
El problema es que nadie dice cuál norma.
El resultado: rampas con pendientes que parecen toboganes, puertas que apenas dejan pasar la maleta, y baños “adaptados” que solo sirven si el huésped también estudió parkour.
La accesibilidad hotelera en México se ha vuelto un acto de simulación.
En el folleto, el ícono de la silla de ruedas brilla como promesa.
En la realidad, esa misma silla queda atrapada en el borde de una rampa improvisada con cemento fresco y entusiasmo.

Escenario 2: El baño accesible que no lo es
Ningún espacio revela mejor el compromiso de un hotel con la inclusión que el baño.
Ahí se resume todo: diseño, mantenimiento, empatía.
Y, lamentablemente, también la negligencia.
Para algunos hoteles, un baño accesible consiste en una barra oxidada y mal colocada, o en una regadera con bordillo que requiere piernas de atleta olímpico.
Otros confunden “espacio de maniobra” con “vacío decorativo” y colocan una jardinera justo donde debía girar la silla.
En los mejores casos, el sanitario está a una altura imposible; en los peores, ni siquiera cabe la silla.
Porque en México, el baño accesible suele ser una metáfora: está ahí, pero nadie puede usarlo.
Escenario 3: El elevador que lleva al discurso
Luego está el tema del elevador, ese aparato que algunos hoteles consideran opcional, como si la accesibilidad solo aplicara hasta el primer piso.
En hoteles de playa, los elevadores se “descomponen” con sospechosa regularidad, y cuando el huésped pregunta, recibe la respuesta clásica:
“Estamos trabajando para mejorar la experiencia”.
La verdadera experiencia, claro, es descubrir cuántos pisos puede escalar una silla de ruedas con ayuda de tres empleados y una cuerda.

Escenario 4: La habitación “especial”
La habitación accesible, esa joya oculta del inventario hotelero, tiene más misterios que la zona arqueológica de Palenque.
No aparece en la página web, no tiene fotos, y si la pides por teléfono, la respuesta es digna de Kafka:
“Tenemos, pero no se puede reservar, depende de disponibilidad”.
Cuando finalmente se consigue, suele estar junto al cuarto de máquinas o frente al bar, como si la proximidad al ruido compensara la falta de accesos reales.
Y si el huésped llega tarde, le informan que “ya se la dimos a otra familia, venían con bebé”.
El turismo inclusivo termina siendo un favor, no un derecho.
Escenario 5: La capacitación invisible
La accesibilidad no se construye solo con cemento, sino con conciencia.
Y ahí es donde la hotelería mexicana tropieza sin remedio.
El personal quiere ayudar, pero no sabe cómo.
Muchos confunden empatía con compasión y tratan al viajero con discapacidad como si fuera parte del mobiliario frágil.
Hay quien insiste en “ayudar” empujando sin preguntar, quien habla en diminutivos, o quien evita el contacto por miedo a incomodar.
La accesibilidad también se enseña, pero en la mayoría de los hoteles mexicanos no se capacita ni al arquitecto ni al recepcionista.
La inclusión no se improvisa: se planifica, se mide, se mantiene.

Escenario 6: La norma perdida
México tiene leyes, manuales y lineamientos de accesibilidad… que pocos leen y casi nadie aplica.
Mientras en España o Canadá se certifica la accesibilidad con parámetros medibles, aquí se confía en el “criterio del encargado”.
El mismo que considera que una puerta de 80 centímetros es “bastante ancha” y que una regadera con desnivel “no pasa nada”.
El resultado es un turismo de dos velocidades: uno para quienes pueden acceder y otro para quienes deben esperar afuera.
Y lo peor: ni los viajeros ni los agentes de viajes tienen información confiable.
Nadie sabe con certeza qué hotel cumple realmente.
Todo se basa en la fe… y en la fuerza de los brazos.
Escenario 7: El lujo de lo básico
La ironía es que lo accesible no es un gasto: es una inversión inteligente.
Las personas con discapacidad representan un segmento fiel, constante, familiar, y en muchos casos, con alto poder adquisitivo.
Invertir en accesibilidad no solo es justo: es rentable.
Pero la industria prefiere gastar en cúpulas de cristal antes que en una rampa bien diseñada.
La accesibilidad no es caridad ni gasto social.
Es competitividad, reputación, futuro.
Epílogo: El check-out moral
Cuando un huésped con discapacidad se va de un hotel mexicano, no solo se lleva el recuerdo del lugar: se lleva la medida exacta de nuestra hipocresía turística.
Porque mientras la publicidad dice “todos son bienvenidos”, la arquitectura responde “algunos más que otros”.

La accesibilidad no debería ser un privilegio ni una excepción.
Debería ser la base mínima de la hospitalidad moderna.
Un baño sin barreras, una habitación reservable, un camino continuo y una actitud respetuosa valen más que mil estrellas en TripAdvisor.
El día que un hotel mexicano entienda que la verdadera elegancia está en la igualdad de acceso, dejará de necesitar discursos para demostrar su humanidad.
Y ese día, tal vez, la tragicomedia se convierta por fin en una historia digna de ser contada…
sin rampas simbólicas ni barras decorativas, sino con respeto real y puertas que, por fin, se abran de verdad.

