La nueva moda del viajero progre-fifí-zen
Critica mordaz para quienes aman viajar… y aún más decir cómo viajan
Hubo una época en la que viajar significaba sudar, caminar, perderse y volver a encontrarse con una cerveza medio tibia. Pero llegó una nueva especie al ecosistema turístico nacional: el viajero progre-fifí-zen, un híbrido de privilegio iluminado, moral superior y tote bag ecológica, que ahora nos dice que lo correcto —lo ético, lo evolutivo, lo “consciente”— es viajar despacio.
Bienvenidos al turismo slow, esa filosofía que suena profunda, se ve bonita en Instagram y funciona como un spa emocional con filtro pastel.
La ideología del paso lento (pero con WiFi de fibra óptica)
Los apóstoles del slow travel predican que hay que “vivir el destino”, “respetar su ritmo natural” y “conectar con la esencia”.
Precioso. Poético. Pinterest-worthy.
Pero luego descubres que la esencia siempre incluye un café de especialidad con leche de avena importada, un brunch orgánico a 300 pesos y un mercado artesanal donde una bolsa de ixtle cuesta lo mismo que una mensualidad de gimnasio —“porque apoyas a los productores locales”.
El viajero progre-fifí-zen no corre, no se estresa y no improvisa.
Se detiene. Observa. Respira. Publica.
La iluminación espiritual no sirve si no se comparte en historias.

La pereza convertida en filosofía (boutique)
Lo que antes era simple flojera hoy se empaca como sabiduría milenaria.
Antes decíamos: “me quedé en el hotel porque me dio hueva salir”.
Ahora se dice: “practiqué inmersión consciente en el espacio íntimo del destino”.
Y suena a que deberías recibir un doctorado en Turismo Interior.
Nuestro viajero slow reniega de los all inclusive…
hasta que ve el menú.
Detesta los cruceros…
excepto los ecológicos que cuestan como un diplomado.
Dice que viaja sin prisa…
pero carga un itinerario de ritmos espirituales con alertas en el Apple Watch.
El falso romanticismo de “vivir como local”
Los fifí-zen aman decir que viajan para vivir como la gente del lugar.
El detalle es que se hospedan en un Airbnb minimalista que ningún local puede pagar.
Desde ahí escriben reflexiones sobre la gentrificación —sí, desde el departamento que la genera— mientras desayunan un bowl de quinoa al doble del salario mínimo diario, “experiencia cultural incluida”.
Hablan de contacto humano, pero evitan todo lo que huela a convivencia auténtica:
- El transporte público: “demasiado caótico”.
- El tianguis: “muy ruidoso”.
- Las fondas: “muy grasosas”.
- Pero el mercado orgánico sabatino… ¡ah, ese sí es espiritual!

La paradoja del turista que reniega del turismo
El turista slow es fascinante: viaja para huir de los turistas… y sólo visita lugares llenos de turistas que huyen de los turistas.
Le molesta la gente, pero ama las multitudes seleccionadas.
Le molesta el ruido, pero tolera la música ambiental del coworking.
Promueve la calma, pero entra en crisis si un café tarda más de seis minutos.
Y claro, llega a un pueblo que lleva siglos viviendo lento, muy lento, y anuncia solemne:
—“Yo vengo a enseñarles a ser slow.”
Más colonialismo espiritual, imposible.
La metamorfosis emocional del viajero consciente
Se supone que el slow travel transforma.
Y, bueno… sí:
Pasas de turista a viajero,
de viajero a “residente temporal”,
de residente temporal a “curador de experiencias”,
y, si te alcanza el ego, a “nómada consciente con propósito”.
Regresas diciendo cosas como:
“Aprendí a escuchar el silencio del valle”,
cuando en realidad estuviste durmiendo siestas de dos horas y descubriendo que sin tráfico la vida es adorable.

¿Es malo el turismo slow?
Para nada. Lo ridículo no es viajar despacio, sino venderlo como revolución moral.
Caminar sin prisa, mirar sin miedo y disfrutar sin checklist es maravilloso.
Lo que esta tragicomedia critica es el postureo espiritual, el convertir lo obvio en filosofía, lo cotidiano en epifanía y lo caro en virtud ética.
Epílogo en la sala VIP
Ahí están.
Los viajeros fifí-zen, sentados en la sala lounge “para vivir el aeropuerto con calma”, sorbiendo matcha tibio y escribiendo en su libreta reciclada:
“Viajar es detenerse.”
Detenerse… hasta que anuncian el abordaje.
Entonces corren como todos, empujan mochilas, pelean por el compartimento superior y se sientan jadeando con la calma interior hecha trizas.
Pero no te preocupes.
En cuanto respiren profundo, nos regalarán una storie con un mantra:
“Viajando slow, siempre.”

