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Turismo carretero

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El país que viaja con fe, sandwich y santo patrono del retén

(Basada en hechos tan reales que ni Waze los corrige)

Acto I. El sueño del asfalto

Hay un momento sublime en toda familia mexicana: ese instante en que alguien dice “vámonos en coche, así conocemos más”. Lo que empieza como un viaje de unión termina como un reality de supervivencia patrocinado por la paciencia. Porque sí, en México el turismo carretero es una experiencia espiritual con sabor a gasolina Magna y soundtrack de José José.

Todo arranca con entusiasmo: la hielera lista, el playlist, los niños peleando por la ventana y el conductor repitiendo la frase más optimista del idioma español: “no pasa nada”. Y luego, pasa. Pasa el primer bache, pasa el retén improvisado, pasa el tráiler sin luces, pasa el susto y pasa el gasolinero que te da tres cuartos de litro bendecidos por la inflación.

Pero aun así, el viaje tiene magia. Cada curva es una promesa, cada tope una lección de humildad. Los que sobrevivimos a una carretera mexicana sabemos que no se viaja: se peregrina.

Acto II. El warning eterno

En Washington, un burócrata colorea el mapa de México como si fuera una piñata radioactiva: rojo por aquí, naranja por allá, y un tímido amarillo en Yucatán “solo porque les cae bien”. El mensaje es claro: “Reconsider travel”, “Do not travel”, “Avoid all highways after dark”. O sea, si puedes, ni respires.

Los gringos se horrorizan: ¿cómo puede alguien conducir por un país así? Y uno, con su burrito en mano y su fe en el retrovisor, les respondería: “porque el taco de carnitas no se come por Zoom”.

Sí, hay peligro, pero también hay recompensa: paisajes que te quitan el aliento, fondas donde la salsa es religión y gasolineras donde el baño es una prueba de carácter. El mexicano viaja con humor porque, si no te ríes, te da gastritis. Y aunque los warnings digan “evita Puebla, Veracruz, Guanajuato, Jalisco, Edomex y Michoacán”, nosotros vamos igual… porque ahí están las mejores carnitas, el mole y las tlayudas. Que se entienda: el riesgo se asume con tortilla.

Acto III. Las autopistas del espanto y la cuota divina

Aquí no hay ficción: hay kilometraje y estadísticas. Según los últimos reportes, Estado de México y Puebla concentran casi 40 % de los robos carreteros, seguidos de Guanajuato, Jalisco, Hidalgo y Veracruz. En homicidios, los campeones siguen siendo Guanajuato, Baja California y Chihuahua. En resumen, el país entero parece un circuito de Mario Kart versión Mad Max.

Ahí están las leyendas: la México–Querétaro, reina del susto; la Puebla–Orizaba, donde las nubes bajan a saludar; la Celaya–Salamanca, con asaltos tan frecuentes que los traileros ya se saludan por nombre; y la México–Cuernavaca, donde cada curva es un miniinfarto con vista panorámica.

Y sin embargo, seguimos pagando casetas como si incluyeran absolución divina. Nadie sabe en qué se gasta ese dinero, pero sospechamos que es en repintar los letreros de “use cinturón de seguridad” cada sexenio.

Acto IV. Retenes místicos y baños apocalípticos

Si hay algo que distingue al turismo carretero mexicano son sus experiencias sensoriales. Ninguna otra nación ofrece la emoción de un retén sorpresa, con conos reciclados, cartulinas fosforescentes y personajes que parecen salidos de un casting de “El Infierno”. Te detienen, te miran, te hacen tres preguntas, y cuando por fin te dejan ir, uno ya siente que renació.

Y no hablemos de los baños de gasolinera, esas catedrales del horror donde entras creyente y sales agnóstico. Son patrimonio intangible del miedo. Algunos tienen luz, otros tienen fauna, y todos te recuerdan que la verdadera valentía no está en cruzar el país, sino en usar ese baño sin llorar.

Aun así, cada parada es una aventura. Se compra agua, se estira la espalda, se escucha a alguien decir “dicen que más adelante está feo”. Uno sonríe y responde: “ya estamos en adelante, señora”.

Acto V. Santos, tacos y resistencia nacional

El mexicano no viaja solo. Lleva a San Cristóbal en el espejo, a la Virgen de Guadalupe en el tablero y a la esperanza amarrada con cinta canela. Y aunque el peligro aceche, algo dentro nos empuja a seguir.

Porque sí, la gasolina cuesta lo que una cena en París, los baches parecen cráteres lunares y los retenes proliferan como influencers en Tulum, pero también está el México de las fondas, de los paisajes, de la señora que te vende pan dulce con sonrisa y de los niños que saludan a cada coche como si fueras el Papa en caravana.

El turismo carretero no se entiende con datos: se entiende con historias. Y cada historia termina igual: “nos fue bien, solo un sustito”.

Epílogo. La patria sobre ruedas

Y así seguimos, tercos, alegres, valientes. Entre warnings, baches y fe, México rueda como puede. Los gringos dirán que somos imprudentes, pero en realidad somos románticos: creemos que cada carretera lleva a algo mejor, aunque sea a un buen puesto de quesadillas.

Porque el peligro se olvida, el susto se cuenta y el viaje se repite.
Al final, el verdadero milagro no es llegar al destino, sino regresar con el tanque medio lleno y la historia completa.

Y mientras el Departamento de Estado actualiza su mapa rojo, el mexicano arranca el coche, mira al cielo y piensa: “Si no pasa nada… paso yo.”

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