El aeropuerto que no voló
La tragicomedia de un país que canceló su propio despegue
Acto I. La pista de los sueños
Hubo una vez —porque toda tragedia mexicana empieza con un “hubo una vez”— un lugar en medio del lago de Texcoco donde el país entero pudo haber despegado. No metafóricamente: literalmente. Iba a ser el aeropuerto más moderno de América Latina, el nido de águilas donde las aerolíneas internacionales se pelearían por aterrizar y el orgullo arquitectónico de una nación que, por un instante fugaz, creyó que podía hacerlo bien.
El Nuevo Aeropuerto Internacional de México (NAIM) no solo iba a ser un aeropuerto; iba a ser el nuevo punto cardinal del continente. Un hub intercontinental que conectaría Asia con Sudamérica, Europa con Los Ángeles, y al ingeniero mexicano con la esperanza de no volver a perder una maleta. Iba a tener trenes internos, energía sustentable, diseño de Norman Foster, y baños que funcionaran —ese lujo posmoderno.
Y luego… llegó la consulta.

Acto II. La democracia del lodo
Una boleta, una pluma, y un par de carpas bastaron para enterrar el proyecto más ambicioso en la historia reciente del país. Se votó entre “seguir con el aeropuerto más avanzado del hemisferio” o “convertirlo en una pista de patinaje para patos migratorios”. Ganó Texcoco, sí, pero no el aeropuerto: el pantano.
El NAIM fue cancelado por el pueblo, aunque ese “pueblo” apenas llenaría un estadio de tercera división. Y así, en nombre de la austeridad republicana, se decidió que la mejor manera de ahorrar dinero era perder 300 mil millones de pesos, pagar indemnizaciones, y construir otro aeropuerto… donde nadie vive.
Y claro, entre los argumentos para justificar la cancelación, apareció el clásico de sobremesa: “Era mal lugar, joven, se iba a inundar.” Un razonamiento tan profundo como un charco en temporada de lluvias. Ignorando estudios de drenaje, ingeniería hidráulica y siglos de convivencia chilanga con el agua, el mito del “mal terreno” sirvió como epitafio político. Irónico: la ciudad entera está construida sobre el mismo lago… pero el problema, decían, era ese pedacito.
Acto III. Santa Lucía Airlines
Nació entonces el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), una obra que prometió cielos nuevos, pero comenzó vendiendo tlayudas y tours al mamut. Con un reloj floral, una estatua ecuestre y una tienda de peluches del Ejército, el AIFA no solo redefinió la palabra “hub”, sino también “distancia”: está tan lejos que los pasajeros que logran llegar ya califican para millas de viajero frecuente.
El NAIM iba a ser el Dubai de América Latina. El AIFA terminó siendo su Toluca espiritual. Donde el primero prometía terminales futuristas y un metro directo, el segundo ofrece un tianguis, una escultura de Benito Juárez, y la experiencia inmersiva de sentir que te vas, aunque nunca te vayas.

Acto IV. La pista de aterrizaje imaginaria
Hoy, Texcoco sigue ahí, medio seco, medio llorando, convertido en un parque ecológico donde nadie pasea. Los cimientos de acero descansan bajo el sol como dinosaurios incomprendidos de una era que soñó con progreso. Los ingenieros que lo construyeron ahora diseñan glorietas, y los turistas extranjeros que escuchan la historia preguntan:
—¿Y por qué lo cancelaron?
Y uno, con la resignación típica del chilango promedio, solo puede responder:
—Porque podíamos.
Y si insisten, la explicación infalible:
—Porque “se iba a inundar”.
Una frase mágica, lavatodo político que justifica cualquier pérdida: de proyectos, de empleos o de orgullo nacional. “Se iba a inundar” se volvió el nuevo “no hay presupuesto” del discurso público, un escudo contra la lógica, una caricatura del miedo al progreso.

Epílogo. La terminal de las oportunidades perdidas
El NAIM era más que un aeropuerto. Era una metáfora del México que quiso despegar pero se quedó en migración. Era el hub que nos habría conectado con el futuro, con el turismo de alto nivel, con la competitividad regional. Pero lo cancelamos para construir una terminal militar con aroma a garnacha.
Y así, cada vez que un vuelo sale retrasado del Benito Juárez, que el techo gotea o el aire acondicionado decide tomarse vacaciones, uno no puede evitar imaginar ese otro aeropuerto: brillante, eficiente, majestuoso, lleno de posibilidades…
Y pensar:
—Ahí podríamos estar, pero aquí estamos. Esperando abordar.

Notas al pie del absurdo:
- Coste estimado de la cancelación: más de 300 mil millones de pesos.
- Tiempo perdido: una década de competitividad aérea.
- Resultado: un país sin hub y con dos aeropuertos que no alcanzan para uno.
- Y la moraleja oficial: “Menos mal que no se hizo… se iba a inundar.”
- Y un pueblo que, entre sarcasmo y resignación, sigue diciendo:
“Al menos no se inundó… todavía.”

