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Viajando con el Jesús en la boca: tragicomedia del turismo carretero

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Viajando con el Jesús en la boca: tragicomedia del turismo carretero

Viajando con el Jesús en la boca: tragicomedia del turismo carretero

Acto I: Kilómetros de Inocencia

En los años dorados del turismo carretero mexicano pongamos los setenta y ochenta viajar por carretera era casi un ritual familiar sagrado. Papá al volante de un vocho o una Combi atestada de chamacos y una hielera con tortas de milanesa, mamá de copiloto y José José de fondo en la radio, y la abuela rezagada en el asiento trasero repartiendo coscorrones discretos para calmar pleitos fraternales. Era la época en que la mayor preocupación en la autopista era que se recalentara el radiador o que algún “policía acostado” sorpresa hiciera saltar la bandeja de los sándwiches. Las anécdotas de viaje podían incluir llantas ponchadas y baños improvisados detrás de un matorral, pero todo formaba parte del folclor.

El cine mexicano capturó bien esa inocencia sobre ruedas. En Mecánica Nacional (1972), una comedia de Luis Alcoriza convertida ya en cinta de culto, vemos a una familia entera rumbo a una carrera de autos, entre fiesta, garnachas y enredos dignos de telenovela –la esposa infiel, la hija estrenando novio en la cajuela, y la abuela Doña Lolita que sufre un empacho mortal de tanto comer. Nadie temía por su vida en la carretera; el peligro más dramático era que la abuela se pasara de mole. Por su parte, filmes como Reventón en Acapulco (1982) retrataban a cuatro familias de distintas clases sociales compartiendo risas, albures y uno que otro coqueteo en un fin de semana en Acapulco. Aquella pantalla nos mostraba un México donde viajar significaba aventura y convivencia, no supervivencia. Éramos felices y (ahora lo sabemos) no lo sabíamos.

Acto II: El Primer Bache

Avancemos unos años y notemos cómo el paisaje empieza a cambiar. A finales de los 

noventa e inicios de los dos mil, el turismo carretero aún traía ecos de aquellas postales familiares, pero ya asomaba el primer bache en el camino –literal y figurado. Los casetes dieron paso al CD y luego al MP3, las combis a los sedanes, pero algo más se coló en el retrovisor: la paranoia. Comenzaron a circular historias de “ya no te estaciones en cualquier paradero” o “no le des aventón a desconocidos”. México empezaba a despertar de ese sueño de carretera apacible.

Si antes la única mala noticia en ruta era enterarse vía radio de que se acabó la gasolina en la siguiente bomba, ahora la radio interrumpía los chistes familiares con reportes de asaltos en tal autopista o bloqueos más adelante. La carretera perdió la inocencia: de pronto nuestro auto –como el Christine de Stephen King– pareció volverse un ente siniestro. No era que cobrara vida, sino que el camino se había llenado de fantasmas muy reales. Por primera vez, mamás persignándose antes de salir no solo pedían que los niños no marearan al perro en el asiento trasero, sino también “Dios nos libre de toparnos con algo feo”. Aquel México alegre de Reventón en Acapulco comenzó a agrietarse; las risas seguían, pero empezaban a sonar nerviosas. El primer bache había aparecido, y con él la sospecha de que quizá esos viejos cuentos de bandidos en el camino podían revivir.

Acto III: Carretera Mad Max

Bienvenidos al presente, donde tomar el coche para ir de vacaciones se siente a veces más cerca de una escena de Mad Max que de una comedia familiar. El turismo carretero de hoy es una tragicomedia de humor negro: tragicomedia porque reímos para no llorar, y de humor negro porque vaya que la cosa está como para hacer chistes de nervios. Hoy en día, antes de salir, la familia entera hace un operativo táctico digno de película: se consulta la “app” del clima y la de reportes ciudadanos de inseguridad, se organizan convoyes con los compadres para que ningún coche vaya solo, y en la cajuela junto a la nevera de chelas ahora va un botiquín de primeros auxilios. La abuela ya no viaja, prefiere quedarse “a cuidar al gato”. En su lugar llevamos a San Cristóbal y a la Virgencita de Guadalupe colgados del retrovisor, haciéndole segunda al GPS.

En el camino, cada retén improvisado nos pone a sudar frío; uno nunca sabe si son militares o delincuentes disfrazados. El paisaje sigue hermoso, pero pocos se atreven a parar en aquel mirador espectacular donde antes nos tomábamos la foto de las vacaciones; “No vaya a ser el diablo”, decimos, y pisamos el acelerador con el Jesús en la boca. Ya no hay canciones de Cri-Cri en la radio; ahora suena el noticiero y los avisos de Twitter: “eviten la carretera tal, hay reporte de bloqueo”. Antes nos deteníamos a comprar cocos y dulces de tamarindo a pie de asfalto; ahora los puestos lucen desiertos, y uno sigue de largo, aunque el baño pida tregua, porque detenerse en tierra de nadie da más miedo que aguantar las ganas hasta la próxima gasolinera “segura”. Así, rodamos por autopistas soleadas en nuestro peculiar road trip familiar. La resignación acompaña a la familia como un pasajero más: viajamos, sí, pero con la risa nerviosa a flor de piel y la certeza de que hemos perdido algo en el camino, quizá para siempre.

Acto IV: El País de los Baches (Abrazos, Balazos y Resignación)

¿En qué momento México se nos descompuso en plena ruta? Las respuestas son complejas y a la vez obvias, pintadas con los colores oscuros de la impunidad y una violencia que se desbordó como aceite en carretera mal pavimentada. El gobierno nos dice que “en general el turista no corre riesgo” y nos receta cifras optimistas, pero la realidad se empecina en desmentir el folleto de turismo. Los hechos hablan: “La violencia en México no solo cobra vidas, también apaga destinos turísticos” –y de paso convierte cada trayecto en una ruleta rusa sobre ruedas. Mientras las autoridades juran que todo está bajo control (abrazos, no balazos… y mejor ni preguntamos por los baches), el mexicano de a pie se arma de humor y valentía para salir a carretera. Nos hemos vuelto protagonistas de una obra absurda: el país del “no pasa nada” donde pasa de todo, y donde el antiguo eslogan “Viajando seguro por México” suena a broma de mal gusto.

Hay algo trágico en que la familia mexicana deba viajar encomendada al destino, con más fe que confianza en las autoridades. Pero también hay algo de cómico en la normalización de lo anormal: hacemos memes, compartimos consejos absurdos por WhatsApp y hasta decimos que viajar de noche es “solo para valientes”. La risa ha sido nuestra defensa para no perder del todo la cordura.

Epílogo: Adiós a la Inocencia sobre Ruedas

En esta columna dramatizada en cuatro actos, pintamos el recorrido de un país que pasó de la road movie familiar a un thriller de carretera. “Viajando con el Jesús en la Boca” no es solo un dicho, es la síntesis de un sentimiento generacional: el del México que perdió la inocencia sobre el asfalto. Nuestros padres y abuelos recuerdan con nostalgia aquellas travesías en las que la mayor aventura era encontrar dónde comprar cocadas; nosotros, en cambio, contamos chistes de humor negro sobre caravanas blindadas camino a la playa. Es triste y es cómico a la vez. Tragicómico, como nuestra realidad.

Al final del día, seguimos tomando la carretera –por necesidad o por simple esperanza de que las cosas mejoren–, pero ya no con la ligereza de antaño. Ahora cargamos, además de las maletas, un equipaje invisible de miedo y resignación. Sin embargo, si algo caracteriza al mexicano es que hace catarsis riendo. Reímos de nuestros propios temores en memes y chistes, exorcizando así el monstruo de la inseguridad. Tal vez algún día recuperemos la confianza para viajar sin sentir que vamos en película de terror o de acción. Mientras tanto, ahí vamos, cantando “vamos, vamos, vámonos” pero con voz temblorosa, transformando cada viaje por carretera en una tragicomedia muy a la mexicana: con el corazón en un puño, la mirada en el horizonte… y el Jesús bien atorado en la boca.

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